Aún no recuerdo como fue todo, cómo llegué a ese extremo, creo que estaba en casa, pero igual estaba en la calle. Intento recordar pero está todo borroso, no acierto a traer a mi memoria qué fue lo último que hice. ¿Dónde estaba ahora? Estoy en mitad de la nada y tumbada. Veo el cielo azul, sin rastro de nube, pero no noto el asfalto en mi espalda. Ahora escuchaba voces a mi alrededor, eran lejanas y monocordes, al menos eso me parecía a mi.
Por fin fui consciente de mi realidad, estaba en la calle, había una ambulancia y la paciente era yo, algo me había sucedido, la lona plastificada azul a duras penas suavizada por una gastada sábana me empezaba a hacer sudar. Ya estaba bien seguro, fuera lo que fuera ya había pasado. No notaba ningún dolor.
Fui
a bajarme de la camilla y mi alrededor volvió a inclinarse sin
remedio, la carretera se volvió acantilado, creí ver agua cayendo
en cascada y los coches que circulaban por la calzada parecían
resbaladizos salmones luchando por desovar, zumbaron mis oídos e
intenté fijar la vista en algo para no desfallecer, noté que mi
cuerpo se abandonaba y mi alma, si es que yo tenía, se despegaba de
mí.
Conseguí
darme cuenta de que las voces desaparecían, alguien me dio un
terapéutico abrazo que no era cariño sino una manera de volverme a
tumbar en la camilla, y el balanceo posterior me pareció que era
porque me subían a la ambulancia que navegaba en mi río imaginario.
No hice por luchar, de repente recordé que ya no recordaba y
decidí que prefería buscar el consuelo de la inconsciencia y cerré
los ojos.
El
viaje en ambulancia no es más que una preparación a la muerte, es
un servicio público donde te van enseñando cómo son las distintas
fases antes de exhalar el último suspiro. Sea grave, muy grave o
leve la dolencia que tengas, al bajar de la ambulancia ya estás
directamente casi cadáver, de hecho mientras cantan el cuadro
clínico cual niños de San Ildelfonso van mirando de reojo la hora
para ir preparando un solemne "Hora de la muerte".
La
camilla en la ambulancia va en sentido contrario a la marcha, no dudo
que son motivos logísticos, pero marea, las rotondas son un cóctel
nuclear a la boca del estómago, un brutal golpe de boxeo a los
bajos. Los frenazos, paradas y curvas se unen al conjunto de
catalizadores del desconsuelo. A esto hay que unirle el traqueteo
propio de una cama articulada, incómoda y con ruedas anclada al
suelo de una furgoneta, con distintos elementos colgados y
balanceantes. Por último y no menos importante el ensordecedor
sonido de las sirenas.
Cuando
por fin el frenazo es el último lo sabes porque la puerta del
conductor se ha cerrado de golpe y se abren de par en par las de
atrás, y como si fuera una seis cajas rojas apiladas llenas de
botellines de Coca-Cola vuelves a los ruedines infantiles y entras
por la puerta de Urgencias sabiendo que lo mejor que te puede suceder
es la muerte.
Incluso
con el dolor intenso que tenía en el alma por el puro miedo a no saber qué me pasaba, el viaje hasta el hospital
hizo que priorizara el físico y no podía negar que mi salud había
empeorado pero no causa de mi tragedia personal, si no porque el
viaje fue horrible.
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