No era más que un día cualquiera de un otoño como tantos otros, nada especial y la misma ciudad. Los ocres difuminaban el gris del asfalto y con cándida luz alfombraban la indolente promiscuidad de la mal llamada civilización.
En una calle que no soy capaz de recordar su nombre, una porción vegetal que más que parque era una manera de acallar conciencias urbanísticas locas por la construcción a gran escala.
Allí dentro, como un redil de ovejas valladas tras el pastoreo, justo antes de la caída del dorado sol una acumulación de hojas caídas bailaban al son de la brisa, eran algo así como las palabras escritas de un árbol, el silabeo postclorofílico de tres intrépidos árboles de hoja caduca que plantan cara a aquellos que le acompañan en la ocupación del césped, ésos que les miran con cierta reserva y no exentos de superioridad por seguir luciendo su color verde.
Y fuera del recinto algunas hojas libres pero que no dejan del todo la acogedora alfombra en la que retozan con sus iguales y a la vez penden de un hilo, rozando la libertad de la acera pero sin atreverse a despegarse de las demás. Un baile entre dos aguas, a dos temperaturas, sin emanciparse. Pero también las hay liberales, como esta hoja, que se sabe vivida y con un pasado, que demuestra con sus arrugas y la grandeza de su color oscuro que el paso de las estaciones no es más que una manera de progresar. Sola e intrépida no se deja llevar por las demás, no sigue a la manada, con una personalidad fuerte pero serena es consciente de que pronto puede que sea su última mirada al dulce e irreverente otoño de ciudad.
(Foto de @jgausi)
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