Siempre
pasó por la vida pisando fuerte; se suponía que esa manera de
caminar suya llevaba siendo la misma desde que era pequeña y dejó
de trastabillar los primeros pasos, pero fueron los zapatos de tacón
los que hicieron patente su sensual marcialidad. La manera de caminar
de alguien puede llegar a ser el espejo del alma en ocasiones.
Por los
andenes de sosegado bullicio podían adivinarse sus pasos rápidos y
contundentes. Sin verla se asumía una imagen proyectada de ella, se
presuponía el rostro y las maneras de una mujer racial y segura de
si misma. Cuando el sonido de los pasos se iba acercando, se podía
comprobar como la imaginación había sido astuta y la representación
física de esa sonoridad era la de una mujer morena, alta, con curvas
y una gran confianza a la hora de llevarlas.
No
arrastraba pesadamente una maleta ni siquiera un pequeño maletín,
su bolso de mano colgado del hombro derecho era su único complemento
como viajera, esta circunstancia le daba también una especie de
superioridad moral sobre los demás que parecían a su lado esclavos,
sherpas nepalíes acarreadores.
Subió
al tren con elegancia y sin enredarse en los bajos de su abrigo
largo, acorde con el tiempo y la moda, su estética clásica no le
privaba de estar en el presente de las tendencias. Nada de
estridencias pero tampoco se podría considerar que estaba anticuada
o que su estilo era plano o común. No era una invisible mujer gris.
“Perdone,
está usted ocupando mi asiento” - le susurró a quien equivocado
de vagón se había apropiado de su pequeño territorio numerado que
la Renfe nos otorga por un precio no tan módico.
El
caballero se disculpó y se puso en pie no sin haber comprobado dos
veces que el error era suyo. La estrechez de la maniobra le hizo
estar lo suficientemente cerca de ella como para cerciorarse de su
fantástica primera impresión y azorarse. Y mientras tanto ella, con
lentitud, desabrochaba los botones de su abrigo. Por un momento se
contuvieron muchas de las respiraciones en ese vagón, esa caída
hacia atrás de la prenda, esa manera de desabrigarse, algunos
empezaron a confundirla con un striptease.
Ajena a
todo y a la vez consciente de la situación, doblaba su abrigo y sin
necesidad de esfuerzo por la altura lo subió a ese pequeño espacio
que se dedica para los efectos personales. Reflexionó como
normalmente cuidamos las prendas de vestir y luego llegados a un
punto como éste nos da igual poner, con mayor o menor delicadeza,
nuestra preciada posesión en el mismo lugar donde han estado hasta
hace no mucho tiempo, unas ruedas de maleta que han pasado apisonando
la suciedad de las calles de la ciudad.
Sentada
ya, con comodidad miró por la ventana. En la primera apreciación,
se vio reflejada. En la segunda, mirando más allá, observaba que el
anden ya estaba vacío, faltaban pocos minutos para salir y ni
siquiera los fumadores estaban apurando el tiempo. Y entonces, justo
cuando comenzaba a moverse el convoy, fue consciente de que ya no
había despedidas como las de antes, llenas de besos, manos
agitándose por las ventanillas abiertas, lágrimas y emociones;
ahora abandonar la estación era un proceso íntimo. Aunque bien
pensado, de todas maneras no le parecía mal que los tiempos hubieran
cambiado, así ella se ahorraba la decepción al comprobar, una vez
más, que no tenía a quien decir adiós...
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