La vida sin gafas y sin lentillas es en mi caso la nebulosa londinense en mi horizonte.
El feliz estado de pseudoinconsciencia frente a la falta de visión debería tranquilizarme e incluso me debería permitir dejarme llevar por la distorsión de la realidad. Un momento casi psicotrópico sin gastos ni contraindicaciones, a priori.
Sin embargo, sin la nitidez que me procura mi óptico de cabecera siento miedo, me falta la costumbre de mirar, de ver. Temo no reaccionar a tiempo ante algún imprevisto o confundir las cosas importantes, y sin embargo, soy consciente de que si estoy un tiempo así, en mi cuasi ceguera ocasional, mi visión se va amoldando y mi recuerdo va intentando suplir de peor o mejor manera lo que mis ojos no me pueden aportar.
Mi costumbre es coger las gafas en cuanto abro los ojos y en ocasiones los cierro con ellas puestas. Esto provoca que algún alma cándida mucho menos necesitada del sueño o menos dormilona, me las quite...pero...entonces surge el horror, ahí si siento pánico. Mis gafas no están donde deberían, no las encuentro, ¡horror, sin gafas no encuentro mis gafas!, es cuando mi mente trabaja rápido hasta que consigo recordar e intuir lo último que ocurrió y buceo en la rutina del otro para saber donde estarán mis gafas antes de dar un solo paso sin mi esperanza en la certeza de la costumbre ajena.
Aunque ahora, sinceramente, a estas horas en las que mis ojos enfundados en prótesis favorecedoras y de color chocolate, me muestran el teclado de mi ordenador, me apetece cerrar los ojos...o quitarme las gafas, que viene a ser más o menos lo mismo.
Pues eso mismo me pasa a mí, sin ellas es como si no tuviera ojos y tengo que estar muy pendiente de donde las dejo al quitármelas cuando estoy sola, porque si no soy incapaz de encontrarlas.
ResponderEliminarGracias por escribir la historia de ni vida :)