Fue una jornada extraña aquella, con más luces que sombras, un día para recordar olvidándolo todo, tan distinto que no parecería mentira que ni había pasado. Podría ser el guión de una película de las protagoniza Meg Ryan y Tom Hanks. De Cary Grant con Grace Kelly.
El sitio fue lo de menos, el acercamiento innato, despacio y sin red. Hablaron y hablaron y fueron conscientes de que estaban siendo felices de una manera nueva: una felicidad estrenada con un desconocido de la niñez.
Acoplaron sus vidas en un instante y su amistad se hizo de titanio. Eran amigos, como podrían haber sido siameses, y a la vez que vivían en la mente del otro, peleaban contra ella. Tuvieron discusiones épicas por el placer de debatir, y conversaciones eternas sobre las trivialidades más serias.
Llegó el día en el que los familiares empezaron a preguntar, el camarero se volvió a equivocar y ellos defendían sin mucha pasión la soltería. Cada uno, por su lado, empezó a hacerse preguntas muy íntimas, dudas frente al espejo de la conciencia, y aún peor, del corazón...y resolver no querer pensar.
Fue un día que cambiaron las cervezas con tapas y los cafés, por una copa de madrugada. Ajenos a lo que ocurría a su alrededor hablaban de sus trabajos cuando un chico preguntó si molestaba, la pregunta de siempre, la respuesta acostumbrada y ante esa libertad de paso, el inocente recién llegado comenzó a intentar ligársela. ¡Se desató la fiera! De repente y sin previo aviso, él la cogió de la mano, la sacó del pub con el abrigo colgando del brazo y dejaron plantado al otro infeliz sin entender que ocurría.
A tiritones la llevó a una cafetería, demasiado frío para desconcertarse y reaccionar. Entonces, frente a un café, como tantas otras veces, se miraron con ojos nuevos, se sonrieron y tuvieron su conversación más larga, sin pronunciar una sola palabra.
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