martes, 11 de febrero de 2014

EL DESPERTADOR

Sonó el despertador y lo apagó de malas maneras. Lo hubiera tirado contra la pared si no temiera un desconchón o una antiestética raya negra en mitad de la misma. Cómo se podía odiar tanto a un ser inerte.
Al final siempre era igual, incorporarse despacio y buscar la goma del pelo que ya se había vuelto a perder. Recogerse el pelo de cualquier manera y buscar mientras las zapatillas. La de veces que se decía que en las películas siempre estaban perfectamente alineadas al lado de la cama, incontables las ocasiones que se proponía hacerlo. Nunca lo había conseguido. Ni un solo día. Era propósito de primera hora que no llegaba a la noche.
Pasar por el baño. Olvidar poner el agua caliente para lavarse las manos y desechar la idea de hacerlo ya para bajar la hinchazón de los ojos. Hacer a tientas un café. Mordisquear con ganas una tostada.
Es más literario suponer que se come sin ganas, pero ella comía con ganas y más el desayuno. Ni las lágrimas le quitaban el hambre. Bueno, no era cierto, antes las lágrimas no le quitaban el hambre, ahora -sería cosa de la edad- podía pasar sin comer con más facilidad.
Hoy tenía hambre, se analizó, podía comerse todo el pan que quedaba. Despacio, sin prisas, disfrutando y reflexionando. Tostadas con aceite, con mermelada, con jamón de york, más café...pero no podía. La esclavitud de la dieta y de la talla de la ropa era una espada de Damocles pocas veces pregonada.
Ducha, arreglarse y correr. No era vida. En algún momento alguien debería parar el mundo tal y como estaba establecido. Esta vida no era lo que esperaba. Era malvivir. Tampoco podía quejarse demasiado. Luego le reprochaban que era una quejica.
En ese momento le vino a la mente la conversación de la noche anterior. (Bendito internet, cuánto le acompañaba.) Casi pudo sonreír cuando recordó como le afeaban las conductas femeninas. Así, en general, sin paños calientes, le criticaban que las mujeres lanzaban mensajes de amor esperando un hombre perfecto. ¡Sin ser ellas perfectas!
Le dolió, bueno, no fue dolor, fue orgullo herido por el comentario porque ella no era así. Siempre tuvo los pies en la tierra, a veces hundidos en el fango. Tenía claro que estaba llena de defectos y sabía que el amor no era algo etéreo y de cuento de hadas.
Los príncipes azules la mayoría de las veces llevaban un mono de trabajo y en ocasiones, un traje de chaqueta. No habían nacido para complacer a la mujer como a una infantil princesa caprichosa sino para crear juntos una dualidad de apoyo mutuo. Limar defectos, aunar virtudes. Ser feliz sin la estridencia del cinemascope. Y además las mundanales características del sexo, el día a día, la ropa por planchar.
Es cierto que algunas no lo habían entendido y seguían buscando. Lo triste es que a veces hacían mucho daño a su paso. Llegaría el día en el que la sensatez entrara en sus vidas y fueran conscientes de que perdieron trenes que merecía la pena tomar. Puede que luego fuera un viaje divertido o nefasto pero siempre quedaría la experiencia.
Y luego estaban las inmovilistas, las que se habían creído que sólo con subirse a un pedestal a que las observaran era suficiente. También es cierto que había visto a más de uno sucumbir a historias parecidas, incluso ellos mismos las ponían en un pedestal sólo para disfrutar de su joyita. Luego se quejaban de que les faltaba acción...Pero claro, a ver quién era la lista que les hacía ver que la culpa era de ellos.
No era justo que las metieran a todas en el mismo saco, pero en el fondo lo comprendía. Tampoco iba a luchar por hacerles cambiar de idea, ni a los unos, ni a las otras. Eso también lo había aprendido: era inútil. 
En el fondo, era imposible establecer reglas generales, filosofó, generalizar era un defecto y más en estos temas. Pero era inevitable. Al final, siempre nos movíamos en el debe y el haber. En cómo debería ser y cómo lo hacemos. Qué esperamos y qué ofrecemos.
Dejó de sonreír recordando la conversación anterior, dejó de tener pensamientos profundos, apartó de su mente las posibles respuestas que daría a quien le hablara de esas generalidades sobre las mujeres. Se quedó mirando fijamente a su enemigo público número uno. El despertador con sus luces fluorescentes le recordó que de manera irremediable, llegaba tarde a trabajar...

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