Sentada en su cama imaginaba historias, soñaba despierta. Partía de situaciones cotidianas y buscaba recorridos narrativos. Inventaba. Según el día las vicisitudes podían terminar en finales felices o en verdaderas tragedias que le hacían hasta llorar.
Su mente iba rápida, tanto, que a veces, en su imaginación, convivían tres historias a la vez, tres argumentos distintos que habían nacido de una misma realidad, e incluso a veces los superponía.
En otras ocasiones era un argumento tan complejo, una historia tan enrevesada y detallada que se hacía el ocaso a su alrededor y no se daba ni cuenta. Habían pasado las horas y alguien podría pensar que no había hecho nada, y era cierto que su cuerpo no se había movido, pero estaba agotada, incluso físicamente, de tanto pensar.
A veces, y de manera consciente, dejaba los finales abiertos para darse el gusto de volver a recuperar la historia o porque le gustaba tanto que no quería darle ningún tipo de final, prefería dejar en suspenso cualquier meta.
Los días que estaba más participativa, más dinámica, escribía esas historias, aunque le molestaba profundamente lo lenta que iba su mano, más de una vez se planteó comprarse una pequeña grabadora para contar lo que iba imaginando, pero ponerle voz a sus pensamientos le parecía una vulgaridad y una manera de coartar sus ideas. Tampoco le servía la grabadora, encorsetar a la imaginación en palabras habladas no era la solución.
Así que la mayoría de las veces, esas rutilantes historias se perdían en el limbo de los sucesos que nunca han pasado, pero pueden llegar a pasar. Con suerte, morían en un papel, perdidas en una libreta a medias, en un folio perdido. Historias huérfanas de seguimiento, sin orden ni concierto, y en ocasiones sin terminar de escribir, aburrida de tener que limitar su velocidad a la destreza manual.
Con lo que sí disfrutaba era con su diario, que no era tal, era una libreta, porque en su manera de pensar, los diarios se convertían en cuadernos y los cuadernos en cobijo para su día a día. No tenía ninguna razón de peso para que así fuera, pero era.
En el Diario, conseguía vaciar todo lo que no había podido decir durante el día. No sólo plasmaba lo que había sucedido, sino también lo que le había hecho sufrir, lo que había considerado injusto, las percepciones que había silenciado y las ideas que se le habían ocurrido. Los argumentos que pudo haber usado y no lo hizo por respeto a la persona que tenía delante -un mayor- o por falta de tiempo. Nadie entendía mejor lo que le sucedía que ella misma, ninguna persona iba a comprender como le enervaban ciertos comportamientos o como se había aburrido en clase.
También contaba cosas de Andrés, de cuando lo veía y se cruzaban por la calle, de como ni le miraba o la suerte que tuvieron el día que compraron el pan juntos. Él nunca se iba a fijar en una chica como ella, pero era tan guapo y sonreía de una manera... que no había más remedio que quedarse embobada con él. Por poco inteligente que fuera estar por un chico tan popular como él, lo estaba, y también era cierto es que le parecía el niño más guapo del mundo. A nadie le podía contar las historias que imaginaba con Andrés, esas en las que hablaban y paseaban por la playa. O cuando la esperaba a que llegara del instituto.
Eso, como otras historias, sólo quedaban en su mente, en su Diario y como mucho, en historias ficticias de tres finales diferentes.
(A las adolescentes "listillas", desde la comprensión)
Da la impresión de que caminas hacia dentro de tu propia concha de Caracol.
ResponderEliminarN. J.