Hay personas que te cruzas en la vida y te sorprenden. Apetece mucho saber de ellas, escuchar sus anécdotas y hacerte observador invisible de sus recuerdos, sus palabras y su vida. No tienen que ser grandes personalidades, ni tampoco deben tener como requisito indispensable, el acarreo de un montón de tacos de calendario. Hay jóvenes llenos de experiencias y adultos de vidas asépticas. Es cierto que todo el mundo tiene algo que contar, pero para que a mí me llamen la atención, nada más -y nada menos- tienen que haber vivido.
No tienen que tener mis ideas, ni pertenecer a mi alrededor, no es necesario que recen mis oraciones, ni amen al mismo compás que lo hago yo. Casi al contrario, cuanto más diferente, más me gusta saber de ellas. Conforme más distinta sea su vida a la mía, mejor.
Como he dicho hasta el infinito, mi titulación universitaria no es la de ciencias de la información, sin embargo, sí que me nace una intriga frente a esas personas, las conozco y quiero preguntar poco y escuchar mucho. Esa necesidad de saber no sé si titularla como curiosidad, deseos de aprender, cotilleo o ganas de hacerle una entrevista. Igual no sé titular mi necesidad, porque no soy periodista.
Los escritores y periodistas, que es lo mismo, pero no es igual, siempre tienen mucho que contar, y como es su oficio, (cuando es por vocación), les gusta tener un público entregado que le escuche sus historias y vivencias. Y en ese público, sea por escrito o de viva voz, disfruto mucho estando yo. Es información de segunda mano, manoseada por los recuerdos del autor, pero sigue siendo interesante.
Reconozco mi predilección por las mujeres mayores que han vivido más vidas que hijos tuvieron, mujeres que en la sombra de la fachada de su casa, hicieron por su familia más que muchas nóminas, pagas y sueldos. Y lo siguen haciendo. Esas ya, muy mayores, que aún no dominaban la lavadora y que sólo tenían la ropa de los domingos para ir a la consulta del médico, si iban.
También me gustan las primeras mujeres universitarias, las que se dedicaban a tareas poco femeninas rompiendo moldes, no grandes avances, nada de feminismos ni algarabía, sutilmente ellas se adentraron en las parcelas de la masculinidad.
Me gustan los hombres del mar, pero me cohíben, me da cierto reparo y a ellos se los doy yo, así que en esos casos -mea culpa, soy una maleducada- los escucho hablar en la Plaza de Abastos, y me quedo embobada con las palabras tan bonitas que utilizan. Los hombres del campo, los taxista de la gran ciudad, los policías con trienios...los barman y los camareros que son psicólogos y confesores, sin votos, ni códigos por los que callar.
Me gusta saber de las mujeres de mi generación, las que tienen el corazón hecho trizas y remendado, que sonríen de perfil con algo de desconfianza, con un rictus precavido que le dura a penas tres canciones, porque enseguida se entregan a tumba abierta, renegando de haber caído en la tentación y disfrutando cada segundo sin pensar en el qué dirán o en el final de esa historia.
La gente valiente que pasa por la vida absorbiendo momentos, disfrutando de cada instante, llorando y riendo a partes iguales. Sin vivir en el drama, ni en la eterna alegría. La que tiene tiempo para mirar hacia fuera sin dejar de sentir hacia dentro.
Y puede que no lo haga nunca, o quizás sí, pero me cruzo con esas personas y no puedo evitar decirme "tiene una entrevista".
Sigo aquí. Cada entrada. Pero lo mío no es aplaudir.
ResponderEliminarAunque no haya comentarios, el ejercicio diario debe continuar. El pianista hace dedos siempre, aunque no tenga auditorio.
N. J.