De su época como estudiante de danza clásica le quedaba una espalda muy derecha, un cuello siempre erguido y una dulce manera de moverse. En ocasiones, observando desde lejos, parecía que en vez de ordenar percheros de ropa, navegaba etérea por las tablas de un teatro de la vieja Unión Soviética.
A primera vista, en cualquier reunión, sobresalía entre los demás, su porte era distinguido, pero algo duro. Parecía que no quería a mirar a la gente de frente, su postura derecha y de mentón elevado, tan distinta a la de todos, podría interpretarse como altivez. Sin embargo, en cuanto sonreía e interactuaba con otras personas se desvanecía la presunta frialdad y se volvía una delicada figura de Lladró. Esa en la que la bailarina se inclina a atarse su zapatilla de punta de ballet.
A veces, tras el mostrador, se la podía ver con los pies en primera o tercera posición, los brazos apoyados sobre el cristal, con tal delicadeza que parecía que era la barra frente el espejo y que comenzaría a practicar, "plié, demí-pli, grand plié", para entrar en calor y así poder atravesar danzando entre giros y grand jeté.
Pero aquello quedó atrás. La sutileza de la danza, la armonía de los movimientos, la dulzura en el escenario, tenía detrás sangre, infinitas horas de trabajo, y un sacrificio inenarrable. Después llega la edad y lo finaliza todo. Eso si se ha conseguido llegar a formar parte de algún ballet importante o a ser primera bailarina, que sucede muy poco. También se acaba cuando hay una lesión, como le ocurrió a ella, y entonces el sueño se trunca para siempre.
Cuando todo ocurrió, luchó por recuperarse, intentó volver a ser la que fue, pero no pudo. Había dolor, había lesión y no podía llegar a los niveles de exigencia que necesitaba. Fue duro. Necesitó tratamiento psicológico, incluso. No estaba preparada para que acabara tan pronto, sabía que un día todo terminaría, pero no así.
Le ofrecieron dar clases, pero no se veía capaz. Sufriría estando pegada a una barra sin ser la bailarina al cien por cien que había sido. Para ella, dejar la danza fue una ruptura, como el abandono repentino de un gran amor. Mucha gente no la entendió porque le estaban ofreciendo un puesto de trabajo. Pero le había dedicado muchas horas a su amante, la danza, con una fidelidad extrema, por encima de todos y de todo, y ahora que le había dicho adiós, no podía volver a sentir las sensaciones que sentía estando a su lado sin ser plenamente suya.
Entonces puso una tienda, allí podían encontrar todo para las distintas danzas: clásica, contemporánea, rítmica... Con ella tenía esa especie de cordón umbilical abierto, un resquicio de comunicación con lo que fue su vida. A veces bromeaba y decía que la tienda era esa amiga que conoce a tu ex pareja y de vez en cuando te dice cómo le va.
Cuando venían las niñas (y los niños) llenos de ilusión por sus primeras clases, se entusiasmaba con ellos. Y los emocionaba aún más. Cuando venían a comprar materiales de ir avanzando en la disciplina, les daba la enhorabuena como se merecían, que ella bien sabía lo que costaba. Su momento favorito, quizás fuera cuando le pedían las primeras zapatillas de punta, ahí se veía el orgullo de quien las pedía, era un paso importante , había llegado lejos, superado una fase, ya tenía al otro lado del mostrador a una bailarina (o bailarín, aunque niños había menos). Generalmente conocía a la compradora, eran clientes fijas, así que cuando traían buenas noticias, se sentía como una madre orgullosa, incluso sufría los días de examen y no dejaban de pasar a darle los resultados de las pruebas.
Ese había sido el final, la recompensa, vivir en los ojos de otros, la ilusión por su amor.
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