Como una flor, se marchitaba. De pie, sola y confundida, parecía que su alrededor no era más que un caro jarrón en el que ella, flor de invernadero, comenzaba a dejar de presumir. Ella no era una flor silvestre, salvaje y rotunda, porque era de asfalto. Conocía las flores de las rotondas y de alguna excursión al campo. Esas excursiones eran con el colegio, por supuesto.
Llevaba tanto rato esperando que decidió que la mejor de las opciones era sentarse. Pequeña y redondita se encaramó al sofá, arrastró el culete hasta el final del sillón y muy derechita, con la espalda pegada al respaldo, siguió esperando con la mirada perdida en los pies al aire.
Encima de sus rodillas, apretadas para que no hubiera un hueco por el que resbalase, sobre un pijama rosa de princesas, una cartulina verde con un dibujo de la huella de su mano, en rojo. Fue divertido pintarse y apretar fuerte, pensó, con la mano de la señorita presionando. La "seño" tenía unas manos grandes y calentitas, y llevaba dos anillos muy bonitos. Su madre decía que era muy joven, pero ella la miraba y veía a una persona mayor. Las manos de mamá también eran bonitas, siempre se estaba echando cremas y se pintaba las uñas con mucha delicadeza. Ella disfrutaba de verla con tantos botecitos y tarritos diferentes. Una vez, hace tiempo, le pidió que se las pintara, pero le dijo que aun era pequeña. Iba a replicar que otras niñas en el cole las llevaban pintadas, pero desistió antes de argumentar. Conocía la respuesta.
Alrededor de la huella de su mano, haciendo algo parecido a un marco de fotos, habían pegado macarrones secos. Eso fue realmente pegajoso, el pegamento blanco que se llama cola se nos pegó en los dedos, recordó con regocijo, y se puso gris, pero cuando descubrimos que era divertido tirar de esos pellejitos que salían y parecía que nos estábamos arrancando la piel, fue aún mejor. La "seño" nos vio hacerlo, yo creo que disimuló y hasta me pareció verla sonreír, concluyó.
Cuando se secó, había pasado una semana. Algunos tuvieron que poner macarrones de última hora porque se les habían caído. Ella no lo necesitó y se enorgulleció por dentro. Las niñas no presumían, decían. Fue entonces cuando llegó lo más difícil, pintar con témpera amarilla dorada. No podían salirse de los macarrones, dijo la "seño", pero la mayoría se salieron. No podían apretar porque la pasta podía despegarse, y a casi todos se les despegó alguno. Pero cuando estuvieron todos juntos secándose otra vez, quedaban realmente elegantes. "Es como una galería de arte" dijo la profesora.
Y ahora ella esperaba poder dárselo a papá. Llevaba mucho rato esperando. Mamá estaba de viaje, la tata estaba en la cocina y ella esperaba a que viniera. Papá ya no dormía en casa. Mamá le dijo que se había mudado a otra ciudad, pero que la quería mucho, que vendría los fines de semana, a verla. A veces oía que le decía a otras personas mayores que se "había separado" y ella, porque se lo preguntó a la "seño", sabía que es que papá y mamá ya no se querían, pero que sí que la adoraban a ella, como había sido siempre.
Le estaba entrando el sueño, pero tenía que quedarse despierta, papá vendría por su regalo, se lo había prometido. No era fin de semana, pero vendría, le dijo. Seguro que había un atasco desde esa ciudad nueva donde vivía. Había trabajado duro durante muchos días para que fuera un regalo muy bonito. La tata le dijo que vendría.
Una hora más tarde, cuando su padre estaba frente a ella, vio a su hija profundamente dormida, con sus mofletes coloraditos, la respiración acompasada y la cabeza sobre el brazo del sofá. En sus rodillas, cogido muy fuerte con sus manitas, para que no se le cayera, una cartulina llena de macarrones.
llorando, y no es el sitio, lo más penoso es que hay casos mucho peores
ResponderEliminarhija, que bien lo describes todo, se vive, se llora