miércoles, 12 de marzo de 2014

EL DEPENDIENTE

Era el mismo dependiente. Iba a horas distintas, pero siempre le coincidía con su turno. O era el más trabajador o las casualidades eran odiosas.
La verdad es que le azoraba, notaba como le clavaba la vista sin ningún tipo de pudor o de vergüenza. Durante un tiempo, por pura angustia, cambió el lugar habitual de sus compras, pero con lo justo que tenía el tiempo, acabó claudicando y se arriesgó a sus miradas.
No se sentía acosada, no, no era eso. Lo que ocurría, es que le resultaba chocante que ese hombre fuera tan descarado y sin embargo nunca le dijera nada. Igual era con todas así, pero a ella le descolocaba. No era una mujer tímida, al contrario. Solía desenvolverse bien entre el mundo masculino. No era una mujer fatal porque empatizaba bien con ellos, le faltaba una vuelta más, en la rosca de la maldad, para ser una matadora. En realidad sí que era tímida, pero había aprendido a disimularlo a base de valor y poca vergüenza. Una osadía que llevaba tacones.
De vez en cuando, para contrarrestar, le aguantaba la mirada y entonces él le guiñaba un ojo. Era un gesto que ya casi estaba en desuso y que se utilizaba más entre amigos, en una conversación distendida, que como primer paso a una conversación o "método para ligar". Lo veía tan anticuado...como gracioso. Era un gesto obsoleto, como que te besen la mano, pero si él lo hacía, sería por algo. Era su único gesto más allá de la mirada, solo acompañado de una leve sonrisa de lado, algo canalla.
Aunque iba a comprar y necesitaba que alguno de los que trabajaban allí le ayudara, él jamás la atendía. No conocía su voz dirigiéndose a ella, con lo importante que eso era. Por guapo que fuera un hombre, por atractivo o seductor que fuese, si la voz no le acompañaba, no había nada que hacer. Para su gusto. Lo escuchó una vez, a lo lejos, respondiendo a un compañero, no parecía que fuera una voz fea, sin embargo necesitaba más datos para comparar.
Cuando la miraba parecía que él tenía como tarea pendiente desabrocharle los botones de la camisa, y  notaba que era algo de primera necesidad para él, pero sin embargo jamás se acercaba. Le resultaba tremendamente extraño y no es que fuera su pensamiento constante, pero si que le quedaba la intriga.
Tampoco se lo había comentado a su pareja, guardaba en silencio a su admirador secreto, si podía llamarle así. Pudiera ser que estuviera equivocada y no quisiera desnudarle con la mirada, para después cerciorarse de su visión quitándole la ropa. Solía ser buena observadora, y aunque a veces era en dos tiempos: primero miraba sin ver y después procesaba lo que había visto, lo cierto es que él cumplía todos los requisitos para considerarlo el amante en la sombra.
Allí estaba, un día más. El mismo dependiente. Iba a mantenerle la mirada, le apetecía ver la sonrisa guiñada, había discutido con su pareja y se merecía un capricho en la autoestima, pero la vibración del móvil en el bolsillo trasero de su pantalón le privó de la pequeña coquetería. Deslizó rápido el dedo por la pantalla para que no comenzara a sonar y al otro lado una voz le dio una fatal noticia...las lágrimas empezaron a correrle por las mejillas y no supo ni donde estaba.
Sin reacción seguía en mitad de la tienda llorando hasta que una voz -preciosa- le sacó de su dolor, le secó las lágrimas y le preguntó al oído: ¿Sabes cuántas lágrimas caben en un beso?

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