Cada vez que se calzaba esos tremendos zapatos de tacón, de diseño, de cuando los tiempos fueron mejores, se subía en la ilusión, en las ganas de poder tocar el cielo, y atrincherarse allí.
El taconeo era un compás de palmas, un latido de esperanza y sonrisas.
Abrir la puerta de su casa le hacía recordar a Alicia en el País de las Maravillas y el ascensor era para ella el conducto que la transportaba a la libertad. Un corredor de la muerte en sentido contrario.
Ya en la calle el frío le hacía sentir mucho más viva aunque se le entumecieran los dedos de las manos. Iba sin guantes, por coquetería y falta de presupuesto para unos de piel. Ese frío, ese suave dolor, le recordaba que pronto tendría otras manos enlazadas en las suyas, y que esas manos estarían calientes, con el calor seco que dá el amor.
Si hubiera quedado algo más digno habría salido corriendo por las calles para llegar antes, en vez de eso aceleró el paso, como si la persiguieran, como si estuviera en peligro, y entre las prisas y las miradas al elegante reloj, no se podía adivinar si llegaba tarde o si huía de un asesino con horario fijo.
Ese mismo camino lo recorrería dentro de unas horas acompañada, y esa misma distancia que ahora era eterna, lenta y tediosa, se convertiría, por arte de magia, en un sendero de alquitrán y adoquines de apenas un puñado de metros. Un camino sin baldosas amarillas pero soleado por farolas e igual de divertido.
Los neones le avisaron que se estaba acercando, y el latido de su corazón se aceleraba poco a poco, ya estaba llegando y pese a saber a ciencia cierta todo el amor que se tenían, toda la pasión que se les desbordaba y toda la felicidad que se procuraban, no podía evitar un miedo y unos nervios algo ilógicos. Ansiedad que en el fondo le gustaba.
Se sentía bien con ese nudo en el estómago que no le dejaba comer, ese escalofrío cuando sentía su voz, y la furtiva sonrisa que se le escapaba al recordarlo.
Por fin enfilaba la última calle, los últimos metros, se abrió la puerta y le llegó el sonido de la música desde donde estaba, tomó aire y se obligó a expulsarlo despacio, en un intento vano de controlar sus emociones y sus pulsaciones. Y entretenida en ese autocontrol, llegó a destino.
Ya estaba alli, ése era el sitio, miró el letrero y sonrió, ¡qué magia tenían esas letras!
Ahora por fin entraba con paso firme, se adentró entre el humo y la música, feliz en su cielo particular.
(A las parejas que fueron, son y serán del Savoy)
Mmmmmmmmmmmmmmmmmm.......!!!!!!!!!!!!
ResponderEliminarEncabezados por Ernie Loquasto, propietario del club, todos los personajes del Savoy me han encargado que te transita su gratitud por la apasionada y emocionante referencia a ese mundo penumbroso y ahumado desde el que me sumo sinceramente al merecido reconocimiento que se te hace. No lo dudes: Tienes aquí, entre nosotros, ese "cielo particular" en el que las carambolas del billar pronuncian tu nombre en morse e incluso hay quien dice que la muerte es una señora de buen ver. Gracias por tu clase, por tu elegancia y por esa referencia que a las criaturas del Savoy con razón nos llena de orgullo.
ResponderEliminarGracias a vosotros por adoptarme desde el primer momento.
Eliminar...... Debo de ser la que mira por la ventana del Savoy, que le encanta lo que ve y lee
ResponderEliminar¡ Cuantas veces me he sentido como esa Sra. que tan bien describes !
Eso si, sin esos tacones diseño y con guantes que no son de piel